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Opinión

Mar de historias / Hoy como ayer

Por: Cristina Pacheco

Este lunes, cuando tembló, volví a sentir todo lo que, por terriblemente doloroso, me propuse olvidar. Volví a ver a la niña en la puerta de la escuela donde acababa de dejarla, con la mano levantada, despidiéndose de nuevo. Del otro lado de la avenida le hice señas de que se metiera y ella me dijo algo que no alcancé a entender. Se me estaba haciendo tarde para llegar al trabajo y corrí hacia la terminal.

¿Qué me habrá dicho mi hija la mañana de aquel 19 de septiembre? Tal vez que no me olvidara de llevarle el pay de limón que le había prometido, o que no fuera a tardarme en regresar a la casa. Cuando me demoraba, me recibía resentida y sin responder a mis saludos. Entonces, para contentarla, le cantaba la canción del burrito decente que tanto la hacía reír.

Su risa era para mí la felicidad más grande, el alivio para todos mis males. Bastaba con oírla para que se me olvidaran el distanciamiento de mi familia, los problemas en el trabajo, los temores, la ausencia de Ernesto.

Si alguna vez pienso en él, ya no siento rabia por su abandono; lo que siento es lástima. Por causa de sus estúpidas sospechas no escuchó a su hija decir las primeras palabras, no la vio aprender a caminar, nunca la durmió en sus brazos, nunca le hizo cosquillas ni la escuchó reírse a carcajadas.

Tampoco la oiré más, pero al menos conservo el recuerdo de aquella risa. Cuando imagino que la escucho siento muchas ganas de volver a abrazarla, de cepillarle el pelo como todas las noches. Cada vez que lo hacía, para corresponder a mis cuidados, se empeñaba en ponerme chapitas y pintarrajearme la boca. Al final yo me miraba en el espejo y fingía llorar por haber quedado como una payasita. Su consuelo era decirme: “No le hace. Aunque no te veas bonita yo siempre te voy a querer de aquí hasta el cielo”.

II

Después de l985, durante varios años, cada l9 de septiembre fui a pararme al sitio donde estuvo la escuela de mi hija y cuando nos separamos, ella levantó la mano para despedirse de nuevo y me dijo algo que no alcancé a escuchar. ¿Qué habrá sido? Para saberlo, me gustaría que el tiempo retrocediera hasta aquella mañana que amaneció fresca, inocente, bonita: lástima que haya sido la última en que estuvimos juntas, en que miles de personas ya nunca más se vieron.

Faltaban dos días para que mi niña cumpliera siete años. Desde mucho antes le había comprado un vestido rosa con florecitas moradas para dárselo por sorpresa el lunes 23, en cuanto se levantara para ir a la escuela. Además, como parte de su regalo, iba a darle la buena noticia de que, en mis vacaciones de diciembre, pensaba llevarla a conocer el mar. En Veracruz pasaríamos todo el tiempo juntas, divirtiéndonos, sin tener que separarnos a la hora en que la dejaba en la escuela y yo me iba a trabajar.

Hice muchos planes para ese viaje que nunca llegamos a realizar, porque aquel jueves ya no la vi, en medio del desastre no pude encontrarla, no logré distinguirla entre la multitud de gente que corría aterrorizada hecha un solo grito, huyendo del horror, sin fijarse por dónde iba, golpeándose, resbalando sobre los montones de vidrios rotos, de piedras y escombros.

Alguien que me vio desesperada me dijo que tal vez mi hija había quedado atrapada entre los despojos de la escuela. No dudé en ir a buscarla. Removí la tierra con las uñas, levanté las piedras sin hacer caso de lo que me decían los rescatistas: “Señora, aléjese, es peligroso”. “Señora, cuidado con esos cables.” “Señora, ¿no ve que ese techo está a punto de caer?” Ellos gritaban advertencias y yo el nombre de mi niña. Lo repetí mil veces hasta que no pude más, me caí y quedé tirada en la banqueta, expuesta al gentío desbocado, incontrolable: pies muy cerca de mi cara, sobre mi brazo, golpeándome el cuerpo.

III

No sé cuánto tiempo permanecí tirada, sin fuerzas para levantarme. Pude hacerlo gracias a que un viejo me tendió los brazos y me ayudó a ponerme de pie. Al notar cómo temblaba, metió la mano en la bolsa de su saco y, llorando, me entregó un dulce. No sé que hice, no sé qué le dije, sólo recuerdo el momento preciso en que sentí su mano en la mía. El resto de la escena desapareció como si se tratara de una fotografía a la que alguien, con unas tijeras, le recorta objetos o presencias estorbosas.

De aquella mañana recuerdo poco y en desorden. Todo lo envuelve una nube de polvo muy densa, olor a gas, gritos, ¿campanas? Lejos o cerca, explosiones, derrumbes, cables entrechocando, cascadas de chispas, cláxones, rezos: “Glorifico mi alma al Señor y mi espíritu se llena de gozo al recordar…”

Las sirenas de las ambulancias se oían cada vez más fuerte mientras yo seguía corriendo, como una perseguida, y llamando a mi hijita con la esperanza de que me respondiera. Si me detenía era para preguntar a quienes pasaban junto a mí si de casualidad habían visto a una niña de siete años, morenita, con trenzas, vestida con el uniforme de su escuela.

Ahora comprendo que mis esfuerzos fueron consecuencia de mi desesperación y que mi búsqueda no iba a ninguna parte. Lo hice todo porque tenía esperanzas de encontrar a mi Susy. Aún las tengo. A veces, a riesgo de que me juzguen loca, salgo de la casa y pregunto a quienes se cruzan conmigo en la calle o se encuentran en los quicios, si han visto a una niña morenita, con trenzas, vestida con el uniforme de la escuela.

Hay ocasiones en que necesito volver a la esquina donde estaba la escuela de mi Susy y ahora ocupa un módulo habitacional. Entonces, cuando nadie me ve, escribo sobre las paredes, con mi lápiz de labios o con un plumón, el mensaje que llevo escrito en mi corazón: “Susy linda: sigo esperándote en la casa. Necesito decirte que también te quiero de aquí hasta el cielo, de aquí a mil cielos. Tu mamá”.

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