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Opinión

Mar de Historias

Por: Cristina Pacheco

El Día de las Madres era también el de su cumpleaños y, por eso, en broma, mi mamá siempre nos decía: “No se les vaya a olvidar traerme dos regalitos”. Durante alguna temporada, aunque llevara tiempo de haber fallecido, mi hermana Sara y yo procuramos reunirnos cada l0 de mayo para seguir festejando su aniversario de la única manera ya posible: recordándola, hablando de su fe absoluta en los poderes del cobre y del azogue, repitiendo las historias que inventaba para divertirnos cuando éramos niñas.

Eran siempre tan animados sus relatos, que al escuchar su versión de nuestras aventuras infantiles volvíamos a sentir el nerviosismo que habíamos experimentado –muchos años atrás– al saltar de una azotea a otra o al subirnos a las ramas más altas de un árbol –y todo para demostrarles a los niños del barrio que éramos dignas de ser incluidas en sus juegos.

Aquellas que entonces veíamos como experiencias maravillosas eran motivo de una que otra reprimenda y causantes de raspones en codos y rodillas. Con expresión concentrada, mi madre nos curaba las heridas aplicándonos fomentos de agua tibia con sal: suficiente para evitar todo peligro de infección y de que nos quedaran cicatrices.

II

En las reuniones conmemorativas, que casi siempre llevábamos a cabo en la casa de mi hermana, dedicábamos un buen rato a hojear el álbum en donde guardamos las fotografías de mi madre. En muchas de las últimas se le ve posando junto al perico que llegó a convertirse en su compañero inseparable y, tal vez, en su confidente. “Mamá con Carmelo el domingo 10 de mayo en que se lo llevamos de regalo”. (“¿Te acuerdas que, al verlo, dijo: ‘Y yo qué hago con esto?’”) “Mamá, en la cocina, dándole de comer a Carmelo una granada” (“Creo que le tenía más paciencia de la que tuvo con nosotras”). “Mamá con Carmelo en la ventana”. (“¡De milagro no se le escapó!”) “Mamá espulgando a Carmelo”. Mamá, mamá…

Conservo la jaula de Carmelo. Al verla desierta prefiero imaginarme que el perico dormita aferrado a los barrotes o en el trapecio desde donde se ponía a gritar la única frase que mi madre pudo enseñarle a decir: “Nina: estoy aquí”. Ese logro fue consecuencia de muchas sesiones de trabajo y también de que, según nos reveló mamá, antes de empezar los ejercicios de vocalización le frotaba el pico con una moneda de cobre para soltarle la lengua.

III

La primera vez que mi hermana y yo nos juntamos para celebrar a mi madre en ausencia, la reunión fue muy difícil y triste. Parece que nos veo sentadas en la sala, cohibidas, mirándonos y sin saber qué argumentar ante una situación tan extraña como puede ser sentir la fuerte presencia de alguien inalcanzable para siempre.

Qué experiencia tan horrible estar juntas, sin ella, y ver a Carmelo cabizbajo y quieto en su jaula, de seguro extrañándola, porque después de todo habían vivido juntos mucho tiempo, desde que ella era una viuda que aún no había cumplido 60 años y él acababa de escaparse de una triste condición: ser tan sólo un ave más en el área de animales en venta del mercado.

Aunque varias veces le ofrecimos que se fuera a vivir con alguna de nosotras, mi madre prefirió mantener su independencia. La visitábamos una o dos veces al mes, según nos lo permitían nuestras obligaciones familiares y de trabajo. Ella nunca quiso pedirnos más ni se quejó de su soledad, pero a través de algunos de sus comentarios nos dimos cuenta de que empezaba a lastimarla. Entonces Sara y yo llegamos a la conclusión de que podía mejorar sus circunstancias la convivencia con un animalito de compañía.

A partir de ese momento, en una especie de conciliábulo telefónico nocturno, empezamos a analizar cuál podía ser la mascota ideal para nuestra madre. Rápido coincidimos en que un perro, un cachorro que ella pudiera educar a su gusto. Terminamos por excluir esa posibilidad al darnos cuenta de que esos animales necesitan salir dos veces al día, tarea que mi madre, afectada de várices, estaba imposibilitada de realizar sin padecer molestias.

Otra opción era regalarle un gato. La alternativa fue eliminada porque le hice ver a Sara que, con todo y ser animales fascinantes, no eran adecuados para nuestros propósitos, ya que son poco explícitos, muy silenciosos, tan dormilones y esquivos que en ocasiones parecen ausentes.

Eso nos devolvió a la experiencia que habíamos tenido, muchos años atrás, con la tortuguita que mi madre nos compró un domingo en Xochimilco y a la que le pusimos el nombre de Lindita. Estábamos tan fascinadas que no queríamos separarnos de ella ni un momento. Para evitar pleitos hicimos un trato: Sara podía llevársela a la escuela, oculta en su mochila; y yo, dormir con ella poniéndola debajo de mi almohada.

Una mañana la tortuga se esfumó. Era tan pequeñita que sospechamos que se había metido en mi oreja. Mi madre dijo que olvidáramos esas bobadas y nos pusiéramos a buscar a Lindita. En eso pasamos muchos días y como no obtuvimos resultados, acabamos por desistir. Al cabo de algunos meses, cuando ya casi la teníamos olvidada, nuestra Lindita reapareció, llegada de quién sabe dónde, despaciosa, bamboleante, tan diminuta como antes y libre de toda culpa.

Después de varias conversaciones telefónicas y algunas dudas, pensé en la posibilidad de que le regaláramos a nuestra madre un perico. Son animales caseros, ruidosos sin llegar a ser molestos, simpáticos y no requieren demasiado espacio ni atención. Bajo esos argumentos convencí a mi hermana, y al siguiente l0 de mayo mi madre recibió, como regalo por su cumpleaños y por el Día de la Madre, una jaula preciosa con un perico dentro. ¡Foto, foto! (“Mamá con Carmelo el día que llegó a la casa…”)

IV

Carmelo sobrevivió muy poco a mi madre, apenas dos semanas. Por tenerlo alojado en mi casa fui testigo de su progresivo decaimiento. Me duele recordarlo en sus últimos días silencioso, inapetente, de espaldas a la puerta de su jaula, dormitando en su columpio. Un día le acerqué el radio en donde estaban transmitiendo un concierto de piano. Enseguida reaccionó y se puso a repetir, aunque en tono muy bajo, las únicas palabras aprendidas gracias a la paciencia de mi madre y a los mágicos poderes del cobre: “Nina: estoy aquí”.

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